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"En un mundo multilateralista la negociación es la única forma de resolución definitiva de los problemas"

viernes, 3 de septiembre de 2021

 



Leyendo un interesante artículo del politologo Alexander Dugin publicado en el sitio “Geopolitica.ru” titulado “La democracia no necesita de los partidos políticos” (https://www.geopolitica.ru/es/article/la-democracia-no-necesita-de-los-partidos-politicos ) me di cuenta que más allá de las distancias geográficas y culturales que existen entre ambos países, hay un problema muy actual y común que aqueja a la integridad socio política de ambas naciones y que en Argentina es una realidad extendidamente preocupante y ella es la partidocracia.

La excusa para que exista una constelación de partidos políticos en la Argentina es la tan mentada “democracia” como un sistema de gobierno pero, hay un error en este concepto. La democracia no es una forma de gobierno en estricto sentido sino un estilo de vida ligado a la ideología y la filosofía liberal anglosajona, ajena a los orígenes culturales de los argentinos.

Pese a que los exponentes del liberalismo argentino (anglófilos por excelencia) suelen invocar a la democracia como si se tratase de una forma de gobierno que tiene un origen constitucional autóctono lo cierto que ello no es así. La historia política institucional del país es relativamente breve si la comparamos con las civilizaciones de Oriente y en especial de naciones como Rusia o la de los países asiáticos que cuentan con culturas milenarias en su haber. Pero hay un punto de coincidencia entre ambas culturas y ese es la confianza que se le otorga al líder carismático, sea el Zar en Rusia o el caudillo en Argentina.

Cierto es que la Constitución argentina fue casi un calco de la estadounidense con algunas variaciones a su propio proceso político. Allí se consagra el sistema republicano de gobierno con repartición federal del poder. En lo formal, una obra impecable poniendo como líder del estado a un presidente electo en comisiones electorales por periodos determinados. Pero a pesar de esta unicidad del poder, el problema de la estabilidad y la continuidad política nunca pudo ser resuelto. La suerte de un mandatario quedaba sellada por revoluciones o los crónicos golpes de estado durante el siglo XX, nacidos de la idiosincrasia propia de una sociedad que los aprobaba y apoyaba por antagonismos inherentes de su simiente política (unitarios y federales, conservadores y liberales; radicales y peronistas, etc) llevando a que el estado y sus estructuras se volvieran parte de esas compulsas. Así, además de la debilidad del presidencialismo queda claro que el estado siempre estuvo a la sombra del personalismo del representante de un partido de turno y no al revés.

Hasta la reforma de 1994 la palabra “democracia” nunca apareció en la Constitución argentina y mucho menos como forma de gobierno. La democracia como tal, recién se inserta como idea fuerza a comienzos de los ochentas promovida desde Washington en plan de deshacerse de los gobiernos militares (entre ellos el argentino tras la derrota de Malvinas en 1982) que una década y media antes ellos mismos habían fomentado. Recién allí y con la reforma de 1994 se insertó a la Constitución el artículo 36 donde se agregó el término “democrático” como un fundamento dogmático que garantice la estabilidad política de un país constantemente sumido en la inestabilidad institucional por intervenciones militare. Pero ¿Ello es una solución para que además de la gobernabilidad el estado sea eficiente?

Como ha sido una costumbre muy arraigada en este lugar, las elites políticas y financieras del momento siempre han mirado hacia afuera sin tener en cuenta ni valorar las idiosincrasias de cada una de sus provincias e incluso la propia de su propia historia porteña. Un país que surgió de una timorata revolución contra la corona española en 1810 aprovechando las circunstancias internacionales de ese momento en las que Napoleón había invadido el Reino de España y buscando algunos de estos “revolucionarios” apoyo en Gran Bretaña para instaurar una monarquía constitucional, ya pone en evidencia la gran división pre existente y la ausencia del concepto democrático en sus fines.

¿Pero cuáles son las raíces de la identidad política argentina? Su origen como pueblo argento está en el colonialismo de la monarquía española del siglo XVI que muy lejos estaba de la “democracia” del liberalismo clásico. En los territorios que hoy conforman la Argentina había nativos autóctonos que fueron subyugados por el colonialismo europeo y a partir de allí esa incipiente colonia hispana con una población mestiza dependió de las decisiones políticas y económicas de Madrid. Luego de esto, vinieron las luchas internas entre los caudillos de interior y la elite porteña por el control de las rentas de la aduana que llevo a un interregno entre unitarismo o confederación.

Como se ve, ni en la vida política ni en la Constitución de 1863 habían rastros del concepto democracia a lo largo de este periodo. A lo largo del siglo XX el período político y de forma progresiva se enmarco en la llamada -pero nunca consagrada en la Constitución- “democracia representativa” con intermitencias desde comienzos del siglo para graficar el gobierno a través de representantes. Y así llegamos hasta 1994 momentos en que por circunstancias y conveniencias políticas contemporáneas los dos partidos clásicos que habían monopolizado el espectro político nacional acordaron reformar la constitución adicionando (entre otros) un artículo que garantizaría la vigencia del “sistema democrático” para evitar interrupciones. Pese a ello, aunque no ha habido más interrupciones los problemas del país no se han solucionado.

Desde esta interpretación, el término “democracia” ha tomado un significado multívoco y hasta confusamente contradictorio. En Argentina ello ha parecido entenderse como la libertad sin reglas claras, la ausencia de autoridad reconocible y lo peor de ello es la atomización partidaria y política que sin dudas afecta al manejo del estado. En este contexto ¿Quién manda en un caos semejante? En los estados modernos como China -fundado en 1949- que cuentan con un partido único, no hay lugar para los aventureros a costa de la cosa pública. Aquí el estado esta en cabeza de un órgano político central representado por un mandatario supremo que conduce los destinos del país. La sola idea de que alguien -persona o partido- piense que puede sacarle al estado ventajas económicas para su propio bolsillo (como ocurre en el estado argentino) sin consecuencias, es imposible de imaginar.

En el caso de Rusia, su historia política ha estado relacionada con liderazgos fuertes y en muchos casos crueles que en diversos períodos de su historia han sacado al país de las vicisitudes en las que se hallaba. Hay un origen común para todos los rusos que tampoco tiene nada que ver con la “democracia liberal”. Lo mismo en lo que luego se llamaría Argentina, aunque no tiene nada que ver con el proceso ruso mucho menos con aquel último concepto.  El problema que existe en el Río de la Plata es la de un desdoblamiento tácito que se intuye entre una Argentina anglófila que se limita a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y otra Argentina nativa del interior, cada una con realidades paralelas que ponen en contradicción a la idea de una nación con una identidad común.

Tal como están las cosas en Argentina, si no se acepta cuales son sus propias raíces y reconocen que el liderazgo que hace a su estilo de gobierno histórico radica en la autoridad de un líder unificador de un camino común como nación, ciertamente el país va directo a la disgregación de las etapas previas de la Confederación.

 

 

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